De los fundamentos de la corrupción – José Rafael Herrera

Por: José Rafael Herrera

La mayor parte de las veces se habla de corrupción para hacere55ea19d9a7935c30dea1a6d37ed4c70_400x400 referencia al robo de los recursos públicos mediante el dolo o, lo que es igual, mediante la deliberada voluntad de cometer un delito a la sombra del fraude, la simulación o el abierto “caradurismo”. En tal sentido, se entiende por corrupto un ladrón de “cuello blanco” –aunque también puede ser verde o rojo, dependiendo de la instancia en la que se desenvuelva el funcionario en cuestión. La sociedad contemporánea, secuestrada como está por las presuposiciones y los sobrentendidos que surgen inevitablemente de la lógica del entendimiento reflexivo, abstracto, da por sentado el que esa sea la causa primera –el punto de partida– de los males de una determinada nación. La verdad es que, bajo esa aparente definición, existen fundamentos ocultos y, tal vez, mucho más profundos –mucho más reales– de lo que se pueda llegar a pensar. Lo que se da por causa es más bien un efecto, una consecuencia de las perversiones del Ethos social. Perversiones que han calado en el alma de los individuos y en el espíritu de toda la multitud, tanto en el ser como en  la conciencia de todo un “bloque histórico” en “crisis orgánica”.

Suponga el lector que existe un país fantástico, tomado de la más fértil imaginación, muy similar al supremamente irreal país de “Nunca jamás”, con un Peter Pan regordete –aunque de lindos ojitos– y un Garfio altote y con pecho de nevera de dos puertas. Aparte de la región ocupada por “los niños perdidos” y por los “pieles roja”, hay una extensa región de corsarios que posee, incluso, una academia de formación de piratas. En ella, los futuros oficiales de la piratería tienen una lista de promedios, digamos, del uno al cien. Los jóvenes piratas se esfuerzan y dan lo mejor de sí durante un largo y hacendoso período de difíciles pruebas. Cuatro años de privaciones, riesgos y sacrificios, en total. Al final, los que obtuvieron mayores logros quedan relegados a los últimos lugares de la lista de promedios, mientras que los más piratas de los jóvenes piratas –a consecuencia de las influencias, negociaciones, conveniencias y recomendaciones de los múltiples “Smith” que pululan en “Nuca jamás”– son, de la noche a la mañana, ascendidos a los primeros lugares, con el agravante de que estos jóvenes piratas saben muy bien –a pesar de su elemental e instintiva tosquedad, de su patanería, o quizá como resultado de ella– que no tenían los méritos suficientes como para llegar a ocupar dichas posiciones. Y es aquí donde comienzan a fraguarse las muy sólidas columnas, los fundamentos, de la futura corrupción que se ha sembrado en toda su pirata humanidad.

También  en “Nunca jamás”, Wendy-pájaro montó un liceo para instruir a “los niños perdidos”. En los exámenes finales, la mayoría queda aplazada. Pero, al final, no reprueban el año escolar, porque van una y otra vez, indefinidamente, a reparación, hasta que Wendy, harta de ver los mismos rostros repara que te repara, sin ningún tipo de progreso en los estudios, opta por promoverlos al año superior. En el fondo, lo importante no es si uno de aquellos niños estudia o no, porque con independencia de ello termina “salvando” el año escolar. No hay mérito alguno. No existe. Un sistema como aquel concibe el mérito como un “prejuicio pequeñoburgués”. Lo que conviene, lo que importa, no es la calidad sino la cantidad, o mejor aún, “la transformación dialéctica de la calidad en cantidad”. El sacrificio, el trasnocho, la constancia, en fin, el tránsito por “la calle del medio”, son bufonadas, payasadas inventadas por un sistema que pone límites a la igualdad entre los “niños perdidos” y le niega oportunidades a los débiles. Valdría la pena volver a escribir una nueva Guía de los perplejos, como la de Maimónides, para no quedar perplejo, estupefacto, ante semejantes representaciones y desvaríos. Pero así “funcionan” las cosas en “Nunca jamás”, por lo menos desde que el gran Cocodrilo –y, luego, Garfio– se hicieran del control de la isla, bajo el más descarado engaño. Y el engaño, hecho modo de vida, devino objetividad pirata y fundamento de corrupción, pues lo uno y lo otro son idénticos. Long Jhon Silver, el famoso personaje de La isla del tesoro, de Stevenson, quedaría maravillado ante semejantes argucias.

La corrupción –y las consecuentes formas de adquirir el “dinero fácil”– no comienza con el cargo del funcionario: comienza cuando se introduce en el niño la posibilidad de evadirse, de tomar atajos, de transitar por los “caminos verdes”, sin mayor esfuerzo. A los efectos de la real –no de la vulgarizada por el estalinismo– dialéctica de la cantidad y la calidad, da lo mismo hacerse de un cerillo que de 1 millón de dólares, porque lo importante radica en ser educado lo suficientemente como para comprender que es una idecuación, una afrenta al Ethos –y, por ende, a sí mismo– el hurto tanto de lo uno como de lo otro. El saqueo de una nación no comienza, pues, con el cargo de ministro o de gobernador o de alcalde. Más bien, se inicia en las “Tres Gracias”, en épocas de temprana militancia “revolucionaria”, con una capucha sobre el rostro, tomando “por asalto” un camión-cava, secuestrándolo y obligándolo a detenerse en “Tierra de Nadie”, para, luego, violentar sus compuertas y saquear su mercancía, antes de incinerarlo. Ahí tiene sus primeros fundamentos el saqueo de todo un país, la innoble y tristísima práctica de la corrupción. Y he ahí el más auténtico origen de la “bolsa” de alimentos, de ruin mendicidad, con la que se pretende tapar el sol con un dedo.

A mayor corrupción del espíritu mayor es la hambruna, las enfermedades, las carencias de todo, la inflación, las necesidades básicas, la ignorancia y la pérdida de la humana dignidad de quien, sobre la base de sus logros, de sus méritos, puede llevar el pan a su mesa y servir de ejemplo a sus hijos.  Decía Marx que solo la fuerza de trabajo es valor y que el valor se traduce en abundancia y riqueza. Ser iguales significa que todos sean mejores: “A cada quien según sus capacidades”. Pero, ¿Qué puede esperarse de los Cocodrilos, de los Garfios, de los Peter Pan o de los Smith en una tierra en la que los términos “nunca” y “jamás” acompañan cada intento, cada acto o gesto del saber y del hacer? ¿Qué puede esperarse de una isla conducida por reposeros de fe y profesión, que desprecian el conocimiento y que han hecho del saqueo y el parasitismo su norma de vida? Por fortuna, llega la hora: ¡Tic-Toc!

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