En Venezuela, lamentablemente, nos hemos acostumbrado a la privación de libertad, detención y hasta “retención” de ciudadanos sin motivo alguno que lo justifique legalmente, dejando a un lado la inequívoca y tajante disposición constitucional que declara inviolable la libertad y prescribe que ninguna persona puede ser arrestada o detenida sin orden judicial, a menos que sea sorprendida in fraganti (art. 44,1).
Esta clara previsión de nuestra carta magna a diario es violada y, sin orden de un juez y sin flagrancia, se detiene, se apresa o se mete entre rejas en nuestros depósitos carcelarios a ciudadanos que no han cometido delito alguno, iniciándose el calvario de un proceso penal que no se sabe cuándo podrá concluir ya que, en definitiva, ratificada luego esa detención por un tribunal, esa será la pena impuesta, sin juicio y sin sentencia condenatoria.
Ahora bien, una orden judicial para detener preventivamente debe tener como fundamento no solo una investigación con elementos serios y fundados de que se ha cometido un delito y que se encuentra comprometida la responsabilidad de una persona como autor o partícipe, sino que además es necesario que esa medida sea imprescindible para sujetar al investigado al procedimiento instaurado, ya que si este ofrece garantías de concurrir a los actos del proceso y hacerle frente a la justicia, tiene derecho a permanecer en libertad hasta tanto se dicte una sentencia firme que declare su culpabilidad y le imponga una pena restrictiva del bien más importante después de la vida, como lo es gozar de la libertad de movimiento.
Entre nosotros, lo expresado antes es simple teoría sin reflejo alguno en la realidad. En Venezuela la regla en el proceso penal es la privación de la libertad y no acordarla es un privilegio o beneficio que se otorga a discreción del juez.
Nos suena extraño que el investigado o imputado por un delito permanezca libre durante el proceso, pero si razonamos sobre la base de la presunción de inocencia, lo normal y lógico es que se respete la libertad hasta tanto una sentencia condenatoria firme no imponga una pena que la restrinja.
Por lo demás, las excepción de la flagrancia por la cual, sin orden judicial, cualquier persona puede detener a un ciudadano, exige que nos encontremos ante las evidencias inocultables y percibidas por los sentidos de un delito que se está cometiendo o que acaba de cometerse y que “brilla” o resplandece” ante los ojos de cualquiera, no pudiendo aceptarse que un funcionario policial se convierta en juez y, sin más, ante hechos cuya naturaleza delictiva debe ser investigada, proceda a detener a una persona, ocasionándole un daño irreparable e imponiéndole una pena previa, sin proceso, sin defensa y sin condena.
Si nos referimos, para ilustrar el tema, a casos de todos conocidos, cabría preguntarse, apartando otras consideraciones de fondo:¿se justifica la prisión preventiva de Antonio Ledezma por presunta conspiración para cambiar la forma política republicana que se ha dado la nación, encontrándose en pleno ejercicio de su cargo de elección popular como alcalde?; ¿se justifica el encarcelamiento preventivo de Leopoldo López por instigación a delinquir en razón de sus discursos y llamados al rescate de la democracia, recurriendo al “arte de la palabra”?; ¿se justifica la detención, hace apenas algunos días, de los activistas políticos Gabriel San Miguel y Francisco Márquez, por el hecho de llevar a cabo acciones lícitas de apoyo logístico para el ejercicio de un derecho constitucional?.
Evidentemente, hay razones más que suficientes para temer ante la inseguridad y precariedad para no ser afectados en nuestra libertad sino en casos excepcionales y previos el cumplimiento de todas las exigencias de la Constitución. Todos estamos expuestos a ser privados de nuestra libertad en cualquier momento y sin razón valedera alguna. En Venezuela, en un sedicente Estado de Derecho y de Justicia, nuestra libertad es condicional y no gozamos de una presunción de inocencia, sino de culpabilidad.