En los momentos más cruentos de la guerra de Vietnam, cuando el napalm arrasaba con extensas porciones de selva, y las portadas de las principales revistas y periódicos del mundo mostraban con horror la foto de una niña quemada caminado sin rumbo por una vereda; mientras salían a la luz pública las imágenes de las aldeas vietnamitas arrasadas por órdenes de un oficial sádico o aterrorizado; entretanto las televisoras mostraban a los jóvenes soldados gringos con las heridas cubiertas por vendas ensangrentadas y las avenidas del “imperio” colmadas de manifestantes en contra de una guerra que ya su gobierno había perdido; en París, los gobiernos de EEUU y de la República Democrática de Vietnam (Vietnam del Norte) se sentaban a negociar, minuciosamente, el fin de las hostilidades bélicas entre la dos naciones.
Hay una retórica, exaltada y simplona, de ojos inyectados de sangre, que irrumpe cada vez que la posibilidad de un diálogo se plantea entre contendores políticos. Y hay razonamientos pausados, calibrados en base a la experiencia de otros intentos de dialogar que han sido fallidos, o manipulados por una de las partes –suele ser el gobierno– para neutralizar su efecto real.
Sin embargo, se ha demostrado que el diálogo es un arma política, sofisticada, potente, que puede ser letal para quien intente jugar con ella, mostrarla en público cuando las circunstancias lo agobian y desecharla pasado el susto. Muy al contrario de lo que arguyen tantos pechitos inflados, hace falta mucha entereza y valor para sentarse a dialogar, cara a cara, con un contendor poco fiable y especialista en el juego del truco.
En el caso venezolano, voces de diversa índole han hecho llamados a un diálogo entre el gobierno y la oposición: el Papa, Naciones Unidas, Unión y Parlamento Europeo, OEA, Unasur, y más recientemente el Secretario de Estado estadounidense, John Kerry. Digamos que es un elenco importante que merece ser atendido, sobre todo, porque el exhorto es el reconocimiento internacional de que el gobierno luce cada vez más incapaz de solventar, por su cuenta, la terrible situación que creó su mala gestión.
¡Con la gente pasando hambre y ellos dialogando! Sí, precisamente por eso, por lo difícil de las circunstancias, es que no hay que esquivar el diálogo, por el contrario habría que emplearlo como un fundamento de la recuperación democrática de la nación. Hoy en la lucha, y mañana ante una eventual transición que los venezolanos ansían sea democrática.
Sentarse a dialogar no tiene porque significar la cancelación del esfuerzo revocatorio, el cual, por lo demás, no debería depender de los resultados de una interlocución con el gobierno, sino marchar con autonomía por rieles separados. Lo mismo es válido para las elecciones de gobernadores (¿recuerdan?) que no deberían estar en discusión pues están pautadas para diciembre de este año.
Las explosiones de ira popular seguirán allí o se agravarán –no dependen de la oposición– y la erradicación de sus causas: inflación, desabastecimiento y hambre, debería ser una prioridad en cualquier diálogo que se plantee, a menos que se piense que lo bueno que tiene esto, es lo malo que se está poniendo para los más desprotegidos. Y por supuesto, la libertad de los presos políticos y el regreso de los exiliados.
El diálogo requiere de valor político y entereza ética. No asumirlo, por principio, sería entregar un potente instrumento de la lucha democrática y dar señales de debilidad frente a la comunidad internacional y el país. No dialogar, es claudicar.