En Venezuela se da una inédita coexistencia, sobre el mismo espacio geográfico, entre una dictadura militarista-populista y una democracia; aquella, atrincherada en el ejercicio de todos los poderes públicos, con excepción del Parlamento, y esta, en estreno, ocupando los escaños de diputados que la soberanía popular logra ganarse el pasado 6 de diciembre.
La minoría –deslegitimada como mayoría y en sus narrativas políticas– sostiene a rajatablas su dominio del poder constituido e impone su primitiva cosmovisión, para afirmar la violencia y miseria generalizadas que la anima; pero por una sola razón, la razón de la fuerza, la que le endosan el Alto Mando Militar y sus armas de fuego. Sin estas, qué duda cabe, ninguno de tales poderes, sea el del presidente de la República y comandante en jefe, sea la Sala Constitucional del TSJ o el Ministerio Público, osara desafiar, como lo hacen, la vigencia del Estado de Derecho y la misma soberanía popular.
¿Cómo logrará resolverse este entuerto?, es difícil saberlo. No hay vías que puedan imponerse a priori como dogmas. Solo el hábil manejo de las realidades, salpimentado con una dosis de aplomo ético y paciencia, ha de facilitar que una u otra de las tantas opciones constitucionales que se barajan sea, al término, eficaz y antes de que el tremedal nos ahogue. Será la que mejor despeje ese dualismo morganático, que significa que los minoritarios cultores de la muerte –a costa de masacres como las del 11 de abril, fabricada entre Hugo Chávez Frías y su fiscal general, Isaías Rodríguez, o las del Día de la Juventud y la de Tumeremo, en las que tienen metidas sus manos los hombres de uniforme y de caponas –se sobrepongan a los cultores de la paz “varguiana”. Será la que evite, además, un pacto de connivencia, de transacción entre la legalidad y la ilegalidad, de servicio a la mentira de Estado.
Todas las vías, pues, han de llenar los vagones varios del ferrocarril que nos lleve hacia la transición y reconstrucción de la civilidad. ¿Qué vagón calza y se adosa mejor con la puerta de salida en la estación ferroviaria?, no lo sabe, jamás, ninguno de los pasajeros que allí se bajan o se suben.
Lo cierto es que, luego de tres lustros y algo más de resistencia, los venezolanos logran frenar con mano firme y desafiante el deslave de impudicia que reina, y derrotan sus armas y sus millonarios recursos, obra del peculado, con votos, sin miedo, y en el silencio del acto comicial. ¡Que esa impudicia se presente ahora más escandalosa!, ello es obra del ruido de la Asamblea y sus diputados de mayoría, por desafiantes de la censura, de la hegemonía comunicacional y propagandística del gobierno.
Poner el dedo sobre la llaga es, sin embargo, pertinente.
Allá con sus responsabilidades históricas la Fuerza Armada, por incapaz y dado su comportamiento coludido –en medio de centenares de bajas civiles y ninguna de milicianos– de estar a la altura de su misión, como de justificarla; más allá del oropel de los desfiles, de amorales compras de armamentos, o la utilería que destila en sus visitas al Cuartel de la Montaña.
Importa, sí, subrayar la conducta de los jueces, a quienes me refiero en mi columna “La culpa es de los cagatintas”.
La Sala Constitucional –suerte de paredón de fusilamiento– mal ha de encontrar como excusa para sus delitos de lesa patria el argumento político. No les sirve a sus miembros, siquiera, en el acaso futuro de pretender beneficiarse de algún asilo.
Un estado de excepción o emergencia coloquialmente implica la suspensión de la ley y la restricción de derechos humanos. Por ende, en las democracias constitucionales jamás basta, para su forja, la sola voluntad política del gobernante. Es sacramental que concurra la opinión vinculante de la soberanía popular, como acto político no justiciable. A los jueces atiene, al respecto, solo ver y velar por la existencia o no de las garantías que lo hagan menos gravoso, y solo eso. La vigencia de tales estados, superados los obstáculos constitucionales, se explica en una expresión concursal ineludible y políticamente objetiva, sobre la que no puede opinar la justicia.
De modo que las violaciones de derechos humanos que se sucedan por la decisión “política” del TSJ usurpada, para forzar la vigencia de un decreto de emergencia que es obra de la voluntad unilateral de Nicolás Maduro y pone de lado la opinión de quienes representan a los afectados en la Asamblea Nacional, tienen desde ya como responsables individuales, interna e internacionalmente, a los jueces supremos. Las sanciones que aparejan sus comportamientos, activos u omisivos, son, en el caso, penales, no políticas. Eso deben saberlo estos, a pesar de ignorarlo por ser huérfanos de credenciales y para sus oficios.