Sin ambages, recomiendo El puente de los espías, película de Steven Spielberg sobre uno de los traumas más dramáticos del siglo veinte, la Guerra Fría. Contado por un realizador que disfruta narrar desde el cine un pedazo de vida excepcional.
Con una batería de actores de primera línea y dos guionistas de esos que rara vez prestan su talento para proyectos ajenos, los hermanos Ethan y Joel Coen, Spielberg recrea las negociaciones que tuvieron lugar a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, entre espías y presos políticos que habían sido capturados en Estados Unidos, Unión Soviética y Alemania Oriental.
Cuenta este notable artesano del cine contemporáneo con tres personajes poderosos. El abogado de seguros Jim Donovan (Tom Hanks), quien deja atrás su espacio de confort para defender al hombre más odiado en Estados Unidos en 1957.
El espía soviético Rudolf Abel (Mark Rylance), atrapado en Brooklyn con microfilms que lo incriminaban. Y el abogado alemán Wolfgang Vogel (Sebastian Koch), una de las tres patas que hicieron posible el intercambio de 1961 en el puente de Glienicke, sobre las aguas del rio Havel (Berlín).
La película de Spielberg se centra en las figuras del abogado Jim Donovan y del espía Abel. Por cierto, resultan asombrosos ambos. Hanks por interpretar a un hombre al que casi obligan a asumir un caso que nadie quiere.
Parado sobre esos zapatos, Donovan decide llevar hasta las últimas consecuencias su idea de justicia. Y Abel, enigmático y sereno, impasible, capaz de decir verdades absolutas y definitivas. Como cuando define a Donovan como “El hombre de pie’’, alguien a quien el despotismo quiere doblegar y no puede.
Tengo una pasión particular por esta historia y por uno de los personajes del film de Spielberg, Wolfgang Vogel, que la trama asume de manera superficial (frente a la fuerza que tienen Hanks y Rylance), aún cuando era un monstruo de la negociación y uno de los personajes más atractivos de la Guerra Fría.
Vogel negociaba la libertad de espías, presos políticos y familias que deseaban reunificarse. Era silencioso, dejaba hablar a los demás, y nunca ofrecía lo que no podía dar. La Iglesia Luterana registró liberaciones en los que estuvo involucrado Vogel: entre 1964 y 1990 se contabilizaron 33.755 presos políticos y 215.019 casos de reunificación familiar, que salvaban limitaciones impuestas por el Muro de Berlín.
En 26 años se movilizaron 3.437 mil millones de marcos alemanes (mil millones de dólares) para comprar la libertad de 300 mil personas que habían cometido el pecado de disentir.
Como Fausto, Vogel hizo un trato con el demonio para defender a gente desesperada. Cuando cayó el Muro de Berlín, fue criminalizado. En 1998 comenzó a restablecer su reputación, como quien se cura de una larga enfermedad.
Cuesta defender su causa o condenarla sin haber estado en el momento en el que la historia lo puso en el camino de convertirse en negociador de la locura y la intolerancia.
Resulta complejo decidir si fue una herramienta del humanismo o un codicioso abogado que perseguía el enriquecimiento. Le salvó la vida a 248.774 personas. Falleció en 2008, de un ataque al corazón.
Cuando uno asoma la nariz a la historia, descubre que todo autoritarismo tiene su sábado, como los cochinos. El comunismo que se enriqueció y sometió a un pueblo por disentir, después fue juzgado. Como ocurrirá aquí con quienes se cebaban cobrando para que presos puedan comer decentemente en las cárceles bolivarianas o para ignorar una causa por millones de dólares. Las pelotas de agua que uno intenta hundir siempre salen a flote.