Miraflores es hoy un palacio ensimismado, aposentado en la cumbre de una montaña insonorizada, ajeno al mundanal ruido que ensordece allá abajo, en el valle, donde todo es movimiento, tráfago, ir y venir con una bolsita de plástico por si se consigue algo, un caracol sin pies ni cabeza que se alimenta de estantes vacíos. Desde el vértice de la montaña, los inquilinos quisieran que todo fuera placentero, apacible, una pintura pastoral compuesta de millones de puntitos rojos que corretean felices, en cámara lenta, por las onduladas praderas del socialismo del siglo XXI. Pero los enemigos de la patria y su guerra económica se lo impiden.
Hace mucho tiempo que no abren las ventanas del palacio para que entre el aire. Han desarrollado una agorafobia aguda, los espacios abiertos les causan ansiedad, son extensiones imprevisibles, donde acechan los enemigos y los mangos vuelan por los aires con reclamos impertinentes y autografiados. Sus emisarios se mueven por la ciudad llana en carrozas blindadas, polarizadas a la realidad que los circunda, presurosos, esquivando esquinas y peatones, para realizar los mandados que requieren los moradores de palacio. Quien quita -se dicen- con un poco de empeño seré uno de ellos.
Abajo, los presurosos habitantes de la llanura van a sus asuntos, o vienen de ellos, hormigueando en fila con un Jesús mío en la boca para que los libre de todo mal. Las penurias que ruedan cuesta abajo desde palacio no han logrado anestesiarlos, enmudecerlos, restarles dignidad, tornarlos monocromáticos, ponerlos de rodillas, y aún aquellos que se van, se van… quedándose.
Es verdad, abajo las plazas no están de festejo, pero hay un cierto cosquilleo eléctrico, un alborozo como de piscina, un susurro de hielo tintineando. Nunca el pasar del tiempo ha sido tan bienvenido en la comarca. Nunca como ahora, los dedos se han convertido en días. Nunca un diciembre fue tan ansiado. Nunca una fecha en el calendario tan subrayada.
El piedemonte no es exactamente una fiesta, pero hay una culebrilla achispada que se cuela de casa en casa, un quiebre de quinto anunciador que repica en los oídos aquí y allá, tim,tum,tum,ta, unos pies que llevan el ritmo sin querer, unos dedos que acompasan una melodía sobre las rodillas, un corito pendenciero y juguetón que se descuelga por las ventanas, todo tiene su final, nada dura para siempre.
Mientras, arriba, en la cúspide de la montaña, el palacio malhumorado no pestañea, no voltea hacia abajo, no abre sus puertas. Y cuando lo hace, es para dejar salir un desfile de improperios, descalificaciones, contra todo el que se anime a señalar sus paredes desconchadas, el óxido de las bisagras, las grietas que cuartean sus columnas.
Visto desde abajo, desde la planicie ciudadana, se diría que lo cubre una nube oscura, aguijoneada de rayos y centellas -como en las películas de horror-. Las cumbres borrascosas del inmenso hartazgo que recorre la nación.
Una excelente crónica, metafórica, con puntual acierto. Se agradece leer textos de esta naturaleza. El cambio viene, puede que con tormenta, pero si hemos resistido hasta ahora, la recuperación del país merece el esfuerzo.