Por: Antonio Pasquali
Un mosaico de una céntrica estación del metro de Pionyang representa a Kim Il-Sung estimulando con su mirada el crecimiento de los girasoles. Uno de los rasgos relevantes del culto a la personalidad es su ridiculez; el cuerdo la capta, el intoxicado ya no, el venerado en vida, por narcisista autosugestión, termina sintiéndose enviado de Dios, por lo que estima lógico ser objeto de culto. Pero ese culto no es un intrascendente episodio en el devenir de ciertas naciones, sino la peligrosa excrecencia de irresueltos traumas sociales, un espantable salto atrás a lo irracional y a la sumisa manada falsamente “protagónica”, como le sucedió al país de Leibnitz y Goethe, de Kant y Beethoven, que parió a Hitler, el monstruo. Dondequiera que se produzca esa regresión, allí hay oscurantismo, merma de racionalidad y estragos de todo tipo.
Los historiadores Carrera (1970) y Pino (2003) abrieron camino a la razón estigmatizando el culto monoteísta a Bolívar. Correspondió a Ciudadanía Activa el mérito de haber denunciado, en un video de 2006, el narcisismo de Chávez y el culto en vida a su persona, matrices del “totalitarismo del siglo XXI”. Y no era para menos: desde su ouverture: “Yo soy el único que puede gobernar este país” y su intermezzo: “América Latina será lo que la Unión Soviética no pudo ser”, hasta su titánico finale: “De mi reelección depende en gran medida el destino de la humanidad”, el delirante narcisismo de Chávez (un Chimborazo permanente) no podía sino dar vida al peor salto atrás de la historia nacional, un culto exacerbado a la personalidad que el Diccionario Soviético de Filosofía –tras el terremoto político de 1964– se había apresurado a condenar por “debilitar en cada individuo el sentido de responsabilidad por la causa común”.
Muerto en circunstancia y fecha misteriosas el Narciso nacional –objeto en vida de una veneración más planificada por la ingeniería publicitaria que espontánea– el régimen calculó esencial mantener en vigencia la línea de culto Bolívar-Chávez, y procedió a una transmutación propia del pensamiento mítico: totemizar al difunto objeto de culto convirtiéndolo en “el antepasado…cuyo espíritu protector envía oráculos a sus hijos y los protege” (Freud: Totem y Tabú) con toda su secuela de ritos, estereotipos semánticos para evocarlo, juramentos de fidelidad a su legado y hasta pajarillos-oráculo. Esto, para dejar en vida –con nuevos gastos publicitarios– el halo mítico que se le había fabricado a Chávez en el imaginario colectivo, a fin de mantener el basamento del régimen fuertemente anclado en la irracionalidad pre-lógica, fetichista y afectiva, ya que un decidido retorno del país a la razón traería su pronta desaparición.
Contrariamente al pensar utópico, revolucionario, libertario, laico y sin modelos, el pensar mítico es ontológicamente conservador, reaccionario y confesional: totemiza y congela cómodamente su arquetipo de perfección en el pasado, ritualiza su veneración y reduce la historia a un intento de conservarlo y revivirlo. Así, el mantenido culto a Chávez es hoy el principal instrumento ideológico, irracional y oscurantista manipulado por sus sucesores y vestales del mito para conservarse en el poder.
La minoritaria corriente racional-chavista ¿tendrá en su seno a un Kruschev criollo con guáramo para denunciar ante el congreso del PSUV esa lacra oscurantista, reaccionaria y desmovilizadora que es el culto a la personalidad de Chávez? Hay un meritorio e inspirador caso reciente. En Costa Rica, el minúsculo y virtuoso país con 67 años sin gastos militares, su presidente, Guillermo Solís, acaba de firmar un decreto que prohíbe todas las formas del culto a la personalidad, desde las fotos en dependencias oficiales hasta las placas en inauguraciones, que sólo podrán llevar la fecha de terminación de la obra. “Las obras públicas son del país y no de un gobierno o funcionario en particular…el culto a la imagen del Presidente se acabó”, declaró al firmar el decreto. ¿Y por qué no seguir el ejemplo que San José dio?