Por: Jean Maninat
Una superchería de la politología de barra y taburete -en boga hace muchos años- suponía que los cambios en política se sucedían periódicamente como un movimiento de péndulo. Así se pasaba de la izquierda a la derecha; de la dictadura a la democracia. Los ciudadanos-electores fatigados de un modelo político -incluso exitoso- automáticamente se balanceaban hacia su opuesto como cobras hipnotizadas por el político triunfante de turno. Era un razonamiento simple pero efectivo. Su registro daba rápida cuenta bien fuera de la alternabilidad democrática, o de los procesos de cambio abrupto en las sociedades. Así de simple, el humor de la gente cambiaba.
América Latina ha vivido los últimos tres lustros bajo el influjo de líderes progresistas, populistas, izquierdistas, o como se les quiera denominar. Los une la fabricación de un relato -un cuento se decía antes- donde “el pueblo” estaría en el centro de sus preocupaciones, sería reivindicado por su cariño de líderes solícitos, repuesto en el sitial que le correspondía en la historia del cual habría sido desbancado por la avaricia de las oligarquías, los capitalistas, los ricos, los escuálidos y ahora -en su versión iberoamericana- la casta. Pero, mientras se urdía el cuento, se iba también trenzando meticulosamente la figura del taita, del padrecito, del galáctico, del compañero, del comandante. Del padre benefactor y pastor de sus conciudadanos. Sin duda alguna, hasta ahora, han tenido éxito en el empeño de resucitar el caudillaje. (Por cierto, hay algo más parecido a un caudillo, eso sí alternativo, que Pablo Iglesias el líder del prematuramente avejentado partido Podemos, en España)
Tomemos como botón de muestra al presidente de Ecuador, Rafael Correa. Es un hombre de clase media, formado nada menos que en la católica Universidad de Lovaina y en la liberal Universidad de Illinois, ambos centros de pensamiento democrático y moderno. ¿En qué momento se convierte en el bondadoso capataz de un pueblo? ¿En qué momento decide que “Él” tiene derecho a gobernar para siempre Ecuador? (La verdad es que sería un suculento material para que Héctor Manrique nos regalara una más de sus excelentes obras de teatro).
¿O, en qué momento un dirigente indígena -que no habla más que español de España-, hábil defensor de los derechos de los campesinos cocaleros, decide convertirse -con el voto popular- en el presidente eterno de su pueblo? ¿En qué momento le surge el impulso místico -a él, que se precia de ser marxista- para pretender ser la Pachamama hecha hombre?
¿Y qué une a los dos extáticos líderes andinos con la férrea militante marxista de otrora, hoy en día demócrata a carta cabal, presidenta de un continente llamado Brasil y militante de un partido, el PT, que ha gobernado desde 2003, y tiene todo el ánimo de seguir haciéndolo para siempre?
Pues, la teoría del péndulo. Sólo que no se trata de un mecanismo automático, hipnotizante, es más bien el movimiento de un profundo malestar corroyendo a sus gobernados al ver el desmoronamiento -lento pero progresivo- de los logros alcanzados por una burbuja económica insostenible.
Cerrado el grifo petrolero y amainada la voracidad china por los commodities (suena tan bien la palabreja), empiezan a escasear los detestados dólares de EEUU para seguir en el empeño paternalista de los dos presidentes andinos; trabada la máquina económica y ajado por la corrupción el tejido moral del país, Brasil ve esfumarse sus sueños de grandeza planetaria a pesar de ser todavía una sólida democracia.
El péndulo democrático, alimentado por elecciones transparentes, partidos políticos, separación de poderes, prensa libre, es la base de una alternabilidad sana en el poder. Lo contrario son quimeras, dichas espasmódicas para hoy, desencanto para mañana. Y el sacrificado y manoseado “pueblo” lleva todas las de perder.
Nota bene: cualquier parecido con la situación venezolana es pura e intencionada coincidencia.
@jeanmaninat