Por: Asdrúbal Aguiar
Llegó otra vez el 5 de julio, un año más que se suma a todos aquellos que arrastramos desde 1811 y fijan la fecha de nuestro nacimiento como entidad que reclama su independencia de la sujeción materna. Es la ruptura de nuestro cordón umbilical con la Hispania que a su vez y en su instante poseen los romanos y a éstos familias de los griegos. Son las oleadas inevitables que se desplazan por todo el planeta, pues españoles y africanos no llegan hasta nuestras tierras de amerindios como si viniesen desde el espacio ultraterrestre; y éstos tampoco llegan hasta aquí desde la nada sino procedentes del Oriente. No por azar Vasconcelos habla de nuestro mestizaje cósmico. Todos a uno somos colonizadores y colonizados.
Desde entonces intentamos ser nación e incluso atados al Mito de Sísifo, pues cada vez que podemos reiniciamos el camino hacia el Ser y para tener entidad propia. Pero en ese ir y venir, al borrar cada día el dibujo de nuestra imagen primera quizás con el propósito de hacerla más perfecta, con el pasar de los años se nos diluye en la memoria la imagen de lo fuimos y apenas queda la amnesia, que pinta acaso caricaturas de la venezolanidad.
Lo cierto es que, sujetos a la arbitrio y los desvaríos de quienes nos poseen y violentan durante cada período generacional hasta que aparece el siguiente capataz, deseoso de empujarnos desde la nada hasta puertos ignotos, hoy sabemos apenas que tenemos por apellido a Venezuela. Nada más.
Por ausencia de referentes históricos o raíces que ocultamos como si fuesen una mácula o vergüenza, al término no logramos saber de dónde venimos y de suyo qué somos al fin y al cabo como barro informe y maltratado. Sobre todo la generación corriente, que se llama revolucionaria y contradiciéndose llega para destruir sobre el vacío, afirmando que antes de 1999 somos polvo y tras del mismo un diluvio.
Pues bien, parece ser llegada la hora de hurgar en el desván de nuestro museo durmiente. Acaso de oficiar de antropólogos para reencontrar papeles olvidados y constatar que llegamos a la vida independiente sin ser un aborto de la historia. Antes bien, tenemos progenitores que alcanzan predicar enseñanzas aún latentes en el subconsciente de nuestro colectivo y que en nada se relacionan con la impostura que nos declara pueblo huérfano y nómada, de hombres a caballo, dominados por el voluntarismo y el crujir de los estómagos.
Antes de que apareciesen los héroes de nuestras tragedias, émulos de griegos y en desafío constante contra una fatalidad que nace de mentes enfebrecidas, fuimos, bajo lenta decantación – 300 años bastan hasta el 5 de julio – un esbozo de sociedad de ciudadanos; de civiles ávidos de libros que logran colárseles a las alcabalas de la censura en “navíos de ilustración”. Hombres de razón son los padres fundadores, que cuecen nuestra realidad nueva sin abdicar a las esencias que nos empujan hacia la madurez.
Antes de que las espadas cubran de sangre nuestro suelo y prosternen al pensamiento, tachándolo de aéreo, las letras y hombres de seso como Andrés Bello o Francisco de Miranda, son quienes deciden nuestra Independencia y, antes de hacerlo, nos aportan como piedra angular de la nacionalidad una Carta de Derechos propia, aun cuando se diga que sigue la deriva de quienes fraguan las experiencias revolucionarias americana y francesa.
Allí la firman, antes del 5 de julio, Francisco Xavier Yanes, abogado que egresa de la Universidad de Caracas y practica con Juan Germán Roscio y José Félix Sosa, como cabeza de la legislatura. Y la refrendan, entre otros y desde el gobierno, Cristóbal de Mendoza, miembro como Roscio y José Vicente Unda – también firmante – del Claustro de Doctores de la citada universidad, conocida como Real y Pontifica de la Inmaculada Concepción de Santa Rosa de Lima y del Angélico Maestro Santo Tomás de Aquino.
La base de lo que somos, en consecuencia, se mira en el respeto y la garantía de nuestros derechos inalienables como fines de la institución social y a los que se subordinan las actuaciones de los magistrados. Primero es el hombre, luego el Estado y su poder.
De modo que, llegado luego el momento de la firma del Acta de Independencia, un congreso general dominado por las luces y fundado en el poder de la ley – ex Oriente lux, ex Occidente lex – proclama lo sustantivo: La primacía de la “dignidad natural” del hombre y de los pueblos y el derecho imprescriptible de éstos para destruir cualquier pacto que no llene “los fines para los que fueron instituidos los gobiernos”, a saber “el amparo y garantía de las leyes”.
Las espadas, en fin, son una circunstancia, sobrevenida y testaruda, con pretensiones de perpetuidad, pero sólo eso, una circunstancia; son el poder bruto que aún hoy hipoteca nuestra libertad connnatural.
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