Las horas – José Rafael Herrera

Por: Jose´Rafael Herrera

No es verdad que la mitología sea sinónimo de irrealidad o de vanaJose-Rafael-Herrera-ALEXANDRA-BLANCO_NACIMA20130425_0168_6 fantasía. Tampoco es el producto de la imaginación de “mentes fértiles” –lo que, para la grandes mayorías, presas cotidianas del craso empirismo, se traduce como ese supuesto “trabajo” que caracteriza a los “ociosos”–, a quienes les gusta evadirse de las llamadas “condiciones materiales de existencia” y, peor aún, contagiar con sus desatinos, invenciones y mentiras a jóvenes “soñadores”, llenándoles de “cucarachas” el cerebro, enfermándolos. Los pies –agregan los que así piensan– hay que mantenerlos en la tierra, no en esas banales y nebulosas construcciones mitológicas. Para estos “auténticos realistas” –firmes fans del  “billete”, el “bachaqueo” y el “reguetón”, tanto como de los “deportes extremos” y de “rápidos y furiosos”, aunque, curiosamente, también de las cursilerías de Juan Gabriel o de Paulo Cohelo–, los griegos antiguos, en medio de su aburrida vida –téngase presente el hecho de que, en aquellos tiempos, no existía la televisión en HD–, no tenían más remedio que inventar historias fantásticas.

Decía Aristóteles que quien se plantea un problema o se asombra reconoce su ignorancia, y que es eso, justamente, lo que permite explicar la importancia del mito, ya que “el que ama los mitos es, en cierto modo, un filósofo; pues el mito se compone de elementos asombrosos”. Un auténtico realista escribió, en 1858, que el mundo clásico griego representa “la infancia histórica de la humanidad, en el momento más bello de su desarrollo”, motivo por el cual siempre ejercerá “un encanto eterno”, porque “la mitología griega fue no solamente el arsenal del arte griego, sino también su tierra nutricia”, la base firme de la que pudo surgir el rico y complejo conjunto de sus relaciones sociales y políticas. En fin, concluye el autor, la mitología es una necesidad, justamente porque todo desarrollo social resulta imposible –es “inconcebible”– si no se sustenta sobre una determinada fantasía creadora, capaz de alimentar y hacer concrecer su particular Volksgeist. El texto en el que fueron publicadas estas reveladoras consideraciones acerca de la relación mito-sociedad es conocido con el nombre de Grundrisse. Su autor fue discípulo de Hegel: un filósofo de la historia y estudioso de la economía política, llamado Karl Marx.

En 1795, el gran escritor y dramaturgo alemán Friedrich Schiller, publicó el primer número de la revista Die Horen –Las Horas–, en la que, junto a Schiller, figuraban los nombres nada menos que de Goethe, Herder, Fichte, Hölderlin y los hermanos Guillermo y Alejandro von Humbolt, entre otros. La nómina de colaboradores de la revista, como podrá observarse, aún deslumbra. Aquella era “la flor y nata” de la inteligencia alemana de la época. Pero, además, conviene advertir el hecho de que el título de la revista en cuestión no fue, por cierto, puesto por su editor al azar. No pretendía Schiller publicitar algún reloj suizo de la época. Se trata, más bien, de un título que se propone hacer una referencia directa a la mitología griega, en medio de un momento histórico crucial, en el cual el pueblo alemán intenta construir las bases firmes de un nuevo modo de ser, de una nueva sociedad, una nueva cultura, capaz de superar el absolutismo despótico, el atraso económico, social y cultural, la división, el odio, la intolerancia –siempre sectaria y fanática– y, por supuesto, la confrontación entre hermanos, la violencia y la barbarie. En síntesis, un nuevo modelo social contenido en una sola expresión, de origen griego y, para más señas, mitológico: Las Horas.

Las “Horai” son la personificación indispensable del orden natural o racional de la vida social, cabe decir, Eunomia (el orden), Diké (la justicia) y Eirene (la paz). Son ellas quienes vigilan, atentas, las puertas del Olimpo, siempre alrededor de Apolo, el dios que representa “la lumbre de fiel claridad” que, por eso mismo, está en capacidad de “vencer la sombra”. Buenas leyes, buenas instituciones jurídicas, que propicien la objetiva imparcialidad y el equilibrio. Buenas costumbres, civilistas, tolerantes, auténticamente democráticas. Buena formación cultural, que garantice “la educación estética de los hombres”, de la que hablaba Schiller, condición sin la cual no es posible conservar la salud, la seguridad, la prosperidad y, sobre todo, la paz. El mito de Las Horas se hace carne y sangre de un pueblo que se propone dejar atrás la corrupción de los poderes del Estado –la disolución de las reglas del juego, de las normas institucionales, de la Eunomia–; que ha roto, que ha escindido, el tejido ético, civil, de la sociedad –la Adikia, o supresión de la Diké–; que se sostiene sobre la promoción del resentimiento, la violencia y la consecuente mortandad de miles y miles de ciudadanos –porque nada sabe de Eirene, a consecuencia de lo cual la “traduce”, erróneamente, en el lenguaje propio de la coerción y el despotismo imperial, es decir, como las “zonas” de “Pax”, de los sepulcros–.

Hay regímenes que, al abrazar el “materialismo crudo”, por cierto, al decir de Gramsci, profundamente religioso, y movidos por el frío interés y el cálculo egoísta, se ven obligados a fabricar “mitos y leyendas” donde no los hay, o, lo que en último término es igual, reproducen en “mitos” sus autodeterminaciones, su pobreza material e intelectual, la tristeza que los acecha, la incompetencia y la mala, burda, estólida “formación” de la que no les queda más remedio que hacer gala y chanza. Es así como, por ejemplo, ser un corrupto o un narcotraficante se transforma en una figura de la –mala– conciencia venerable, todo un “héroe”. Ser un asesino, un criminal, un malandro, basta para ser homenajeado y rendirle “honores militares”. El imperio de “la corte malandra” no conoce nada de Las Horas. Esas son “fantasías” idealistas, mitos de “burgueses”, inventos de “blanquitos”. ¿Qué diría el pobre de Marx, quien, siguiendo a Shakespeare, invoca la Diké en la Introducción de su Manifiesto del 48? ¿Cómo interpretaría, a la luz de las premisas de su Kritik, esta suerte de –y aquí conviene citar al propio Marx– “Oráculo patentado del ‘socialisme scientifique”, esta “horrible cicatriz de la tribu negra”, que “no tiene sentido de la vergüenza”?

El término Eirene proviene del griego jónico Eiro, que significa hablar, y ambos términos tienen por raíz Eire, que se puede traducir por Asamblea. Eirene, la paz, como la comprendían los griegos, es la posibilidad de entrelazar las ideas creadoras de la Polis. Paz es, pues, diálogo, discusión, disputa, sana confrontación tolerante, madura, en busca de acuerdos sustentables. Nada tiene que ver con la quietud, ni con el miedo, la imposición y la mordaza. Solo en el intercambio de ideas, en el diálogo fluido y continuo, puede construirse la paz y, con ella, el respeto y la justicia.

 @jrherreraucv

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.