Por: Alberto Barrera Tyszka
No sé si a ustedes les pasa lo mismo. A mí me cuesta, cada vez más, perseguir las ideas del presidente. Lo oigo hablar, quiero entenderlo, me concentro, trato de mantener el ritmo y la atención… pero siempre hay algo que cruje, siempre hay un traspié, un brinco, un paso en falso, una vuelta en U inexplicable. El discurso de Nicolás Maduro parece una carrera de obstáculos. Te obliga a saltar de un lado a otro, a tropezar y a agacharte, para tratar de comprender qué es lo que realmente está comunicando. Pretende hablar a muy distinta gente a la vez, pretende mandar diferentes tipos de mensajes al mismo tiempo. El resultado es caótico. Parece un fuego artificial que de pronto ha perdido el control y gira sobre el aire, sin sentido ni dirección, disparando luces hacia cualquier lado.
Maduro conoce las fórmulas retóricas. Y seguro las ha ensayado con disciplina. Sabe cuándo rugir y calentar la temperatura de su voz. También ejecuta la rutina de señalar con nombre y apellido a alguno de los presentes, tratando de crear un clima coloquial que sabotee los formalismos del poder. Imita a Chávez de manera constante. Últimamente, incluso, en ciertos momentos habla para dentro, como aspirando las vocales, cuando quiere imprimirle un tono más sentimental a lo que dice. Sí. Maduro conoce todas las fórmulas. Pero las combina mal. No sabe qué hacer con ellas.
Pasa de la descalificación grosera a la invitación melosa. En este minuto te declara la guerra, en el minuto que sigue te declara el amor. Mezcla los conceptos sin demasiado tino. Sin darse cuenta, ha llegado a acusar a la oposición de seguir una de las grandes consignas maoístas: “Agudizar las contradicciones”. Cree que la realidad es una conspiración. Quiere convencernos de que el fracaso del gobierno es una forma de heroísmo. Se define como revolucionario y de izquierda, pero termina proponiendo soluciones mágico-religiosas para enfrentar la crisis. El futuro depende de Dios. “Derecha” es su palabra multiusos. Se contradice a tal velocidad que es casi imposible seguirlo. Maduro no practica la coherencia ni en defensa propia.
También es cierto que, del otro lado, la oposición no tiene un relato alternativo. Durante mucho tiempo, la unidad parecía ser su mejor mensaje. Ahora es una abstracción o una adivinanza. No se puede enfrentar este vacío por Twitter, haciendo chistecitos sobre el Capitán Garfio. Tampoco se puede seguir insistiendo en la prédica de La Salida. Es ilógico. Exigir la renuncia de Maduro no es un programa político, no es un proyecto de país. Tampoco parece tener asidero real entre la gente. Ya casi parece un empeño caprichoso, desvinculado de las angustias de los sectores populares. Es una propuesta que, además, se sitúa en el contexto simbólico que le conviene al gobierno. Pedir la renuncia de Maduro es seguir luchando contra Chávez, es continuar enganchados en contra de su última voluntad. Forma parte de la misma aspiración que tiene el oficialismo: vivir de la memoria. Que Chávez vuelva a ganar las elecciones este año.
Obviamente, la oposición tiene desventajas trágicas. Sus líderes han sido invisibilizados o encarcelados. El control mediático del gobierno es impúdico. Han convertido el silencio en una forma de violencia institucional. Maduro no tiene coherencia, tampoco ofrece ahora una narrativa verosímil frente a la crisis, pero tiene las pantallas y los altavoces. Y tiene el Estado y las instituciones y los militares. Tiene hasta una barra capaz de aplaudirle todo, incluso sus traiciones.
Después de mucha danza, en el discurso presidencial de este miércoles finalmente logré pescar un mensaje claro. Maduro le mandó una señal directa al cártel de los dolarizados, a la élite roja rojita, a la casta que tiene acceso a las divisas a un precio ridículo. No se preocupen. No se angustien. A cuenta del pueblo y de la pobreza, van a poder mantener sus privilegios, van a continuar enriqueciéndose. La fiesta sigue. Al menos para la banda 6,30, la fiesta sigue.