Por: Sergio Dahbar
Una paradoja que me inquieta es que cumplo cuarenta años de haber llegado a Venezuela en uno de los momentos más críticos, cuando se ha invertido lo que antes era una constante: de aquí casi nadie se iba. Ahora mucha gente piensa en buscar calidad de vida y oportunidades en otras latitudes. Una verdadera mala suerte para un país.
Guardo en la memoria aún el día en que llegué a Caracas, un 16 de diciembre de 1974. Mi madre y yo cerramos una puerta en Córdoba que nunca más se volvió a abrir y partimos desde Buenos Aires, con cierto alivio, escapando deun veranoinsoportable.
Un avión lechero de Pan American dejó caer su barriga sobre los aeropuertos de Santiago de Chile, Lima, Quito y Bogotá, antes de dejarse ver en la pista de Maiquetía. Yo era delgado y tenía 17 años y no veía con felicidad este nuevo destino en el Caribe, porque mis amigos de bachillerato eran un afecto demasiado importante en ese momento y Córdoba se había transformado por mis afectos en la única ciudad donde sabía moverme a mi antojo.
En esa ciudad mediterránea ya me había enamorado por primera vez, ya me habían metido preso por salir tarde de una fiesta y ya había descubierto que el cine formaría parte del país de mi infancia, desde que mi madre me llevó a ver El bucanero cuando tenía seis años y me tuvieron que sacar a gritos de la sala porque no soportaba los latigazos que le daban a un pirata que me había caído bien.
Mis padres abandonaron Argentina cuando entendieron que se había instalado un clima de intolerancia que comenzaba a costarle la vida a sus amigos más cercanos. Querían probar otro destino, apostar por la estabilidad de una vida sin sobresaltos, como sus padres que habían escapado de Italia, España y Siria, en busca de territorios remotos, siempre en el Nuevo Mundo.
Ascendimos por la autopista de La Guaira al atardecer, y la noche me agarró en Caracas, con cierta nostalgia. Al día siguiente salí a conocer la ciudad con un amigo. Caminamos largo rato por sitios que desconocía, hasta llegar al cruce de la avenida Libertador con la avenida La Salle.
Allí (y que nadie me pregunte por qué) me sentí profundamente extraviado, sin norte, en un territorio desconocido. Comprendí de golpe que debía aprender todo de nuevo, como si hubiera perdido la memoria, porque era un reciénvenido y me sentía tan ajeno al mundo que me rodeaba como la primera vez que abrí los ojos.
En ese instante recordé una anécdota que le había ocurrido a mi padre al llegar a Venezuela, dos años antes. Se encontraba en una esquina de la urbanización Bello Campo, esperando a un amigo de su infancia que también había emigrado a Caracas. De pronto apareció un moreno grande como un closet, que hacía temblar la acerca con sus pasos.
Traía una virgen de plástico, del tamaño de una niña de diez años, bajo el brazo. Se la entregó a mi padre, para que se la cuidara mientras volvía más tarde a recogerla. El desconocido jamás regresó. Mi padre guardó por muchos años la virgen (que era espantosa) como un amuleto de sus primeros días en Venezuela. Llegar a un país es mucho más que poner los pies sobre la tierra.
Muchas veces he pensado que ciertas cosas se hacen nada más que una vez en la vida. Una de ellas es emigrar. Me gustaría pensar que en mi caso será así, entre otras cosas porque ya encontré mi lugar en el mundo.
Para que eso ocurra hacen falta dos cosas imprescindibles. Que uno esté dispuesto y que el país a donde uno llega le abra los brazos de par en par. Debo confesar con felicidad que ese ha sido mi caso.