Protocolo – Sergio Dahbar

 Por: Sergio Dahbar

  El martes pasado me encontraba bajo la lluvia. Mi carro dejó de funcionar ysegiodahbar-reducido me quedé varado mientras buena parte de la gente que me rodeaba regresaba a casa. Después de entender que mi carro no volvería a la vida, llamé al concesionario donde siempre llevo el automóvil para el servicio.  Pensaba que ellos podrían tener una grúa que me auxiliara. Uno a veces tiene ideas raras.

  Me fijé en la hora, cinco de la tarde, y el cielo era una oscuridad que se venía abajo con mucha agua. Parecía el día del juicio final. Curiosamente, me atendió una persona en la agencia y fue amable. Le expliqué mi situación y él quiso saber cuál era mi número de cliente.

  No entendí. Afuera llovía cada vez más fuerte. Me repitió que cuál era mi número de cliente. Le expliqué que no tenía idea. Entonces me dijo que sin ese dato no podía iniciar el protocolo. ¿Cuál protocolo?, pregunté. De una manera sorprendente, me respondió: “Los procedimientos establecidos como alternativa de solución ante una falla’’.

  Sentí ganas de felicitarlo por haberse aprendido esas palabras de memoria y además poder repetirlas a tal velocidad. Entonces, recordé una de las materias que más sufrí en mi maestría en literatura hispanoamericana. Era historia de la lengua, y uno se adentraba como un detective en la naturaleza de las palabras.

  Ya había cortado la llamada con el estricto señor de la agencia y afuera llovía sin parar. Agarré mi Iphone. Me gustó descubrir que los griegos llamaban protocolo a un papel que cubría los rollos más antiguos. Esos rollos eran los parientes lejanos de los libros. Y ese papel (Proto y Kollum) era una hoja pegada con goma que autenticaba el rollo.

  Las palabras, como los seres humanos, crecen, se desarrollan y se transforman. Son cuerpos vivos,  independientes, y el uso cotidiano encuentra laberintos insospechados para cada palabra.

  Con el tiempo protocolo se volvió un amuleto de la informática. Wikipedia afirma que son los “procedimientos destinados a estandarizar un comportamiento humano’’.

  En ese instante sonó mi teléfono. Era un número desconocido de larga distancia. No tenía nada mejor que hacer y atendí. Era una joven muy amable y profesional que me llamaba desde Montevideo. Quería saber si yo había llevado mi carro a hacer su servicio unos días antes. Contesté afirmativamente.

  Quería hacerme una encuesta para conocer la calidad del servicio que yo había recibido. Intenté comentarle mi situación desastroza bajo la lluvia y el desagrado con el joven que me había atendido unos minutos antes y que no me había ayudado.

  Mis palabras no eran relevantes. Ella tenía una encuesta en la mano y quería hacerla en un tiempo determinado. Entonces me preguntó que cuantos minutos habían transcurrido entre que ingresé en la agencia y me atendieron.

  Le expliqué que no me acordaba. Todo comenzó a parecerme muy absurdo. Hubo muchas preguntas sobre mi nivel de agrado con las sillas de la agencia, si me ofrecieron café,  si había usado el baño, si los empleados estaban bien vestidos, si la hojita con el croquis del carro era legible o borrosa…

  Le expliqué que no quería responder esas preguntas. Otra vez me ignoró. Cuando me preguntó si la agencia me había ofrecido un taxi para que me llevara de vuelta a mi casa, perdí la compostura.

  Le expliqué que si ella viviera en Caracas entendería que todas esas preguntas eran irrelevantes. Y que era muy posible que el desperfecto que me había dejado varado en la calle estuviera relacionado con un repuesto que ya no se conseguía en el país. En ese momento me quedé sin pilas. Entonces grité, pero como ocurre en Alien, nadie podía escucharme.

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