Por: Jean Maninat
Salir a dar una vuelta por el vecindario latinoamericano es algo penoso para los venezolanos. Se quiera o no, salta inmediatamente la comparación, el contraste, con la situación a la que nos han llevado quince años de barbitúricos ideológicos, insolvencia económica, y una extraordinaria capacidad para lograr empeorar las cosas cada día que pasa. No hay en la actualidad, digamos en el sur del continente, gobiernos que hayan gestionado la economía de una manera tan irresponsable como lo han hecho los dos -en realidad es uno solo- del llamado socialismo del siglo XXI en este país.
Las señas de identidad política de los diversos mandatarios regionales pueden variar al gusto de los analistas: los hay de derecha, centroderecha, izquierda, centroizquierda, nacionalistas, populistas, y un sinfín de combinaciones si usted mete las etiquetas en una coctelera y las mezcla. Todos invocan a diario sus ángeles tutelares ideológicos: bien sea la libre empresa o el Estado protector; el bien de la sociedad o el avance del pueblo; el crecimiento económico o la justicia social. Pero todos, o la gran mayoría, tienen claro que con la economía no se juega. Ese es, precisamente, el sustento que les permite promover al Foro de Sao Paolo y asistir a Davos sin que se les arrugue el traje que lleven para la ocasión, tal como solía hacer con maestría el expresidente Lula y ahora replica la presidenta Rousseff.
Un católico formado en la Universidad de Lovaina, con sensibilidad social y arraigado talante autoritario como el presidente de Ecuador, Rafael Correa, podrá desgañitarse en cuanto foro internacional participe denunciando a los poderosos, al Fondo Monetario y al Banco Mundial, pero ni en el más profundo de sus enojos antiimperialistas se le ocurre poner en cuestión la dolarización de la economía ecuatoriana. Un exmilitar que intentó una aventura golpista y que cabalgó por años sobre una plataforma nacionalista, como el presidente Humala del Perú, al llegar al poder se dio cuenta que la economía peruana dependía de las inversiones extranjeras –Chile, su rival histórico, es uno de los principales inversionistas- y que la efectividad de su vocación por la inclusión social pasaba no por eliminar los capitales extranjeros sino por aumentarlos. En Uruguay, un presidente que se dice de izquierda, José Mujica, Tupamaro por si quedaran dudas (de los originales, no de los del 23 de Enero) no ha cometido la torpeza de poner en práctica las ideas por las que pagó cárcel y arriesgó la vida. Sabe por experiencia que una cosa es tomar mate y escuchar canciones de protesta los fines de semana en su granja y otra, gobernar un país, crear empleo y prosperidad, para lo cual fue electo. No hablemos de la presidenta Bachelet, quien pasó su exilio en lo que fue la República Democrática Alemana -el más ortodoxo de los países comunistas en Europa-, o de nuevo, la presidenta Dilma Rousseff, quien estuvo presa y fue torturada cuando era guerrillera. Ambas están hoy preocupadas en lograr crecimiento económico con inclusión social, y darle respuesta a las inquietudes de sus conciudadanos, cada día más exigentes a medida que prosperan y se acercan a una modernidad económica digna de lo que se llamó en su momento primer mundo.
Pero los nuestros no se dan por enterados. Su preocupación es otra, aferrarse al poder, declamar unas consignas con olor a musgo, permitir que un economista salido de un sarcófago egipcio arruine un país lleno de recursos, celebrar los logros de una revolución fracasada que viene de regreso, pero sobre todo vivir bien y sabroso a costa de los demás. A su paso sólo dejan ruina, ineficiencia, anaqueles vacíos, descomposición social, morgues repletas y un bla-bla- bla infinitamente tonto y repleto de disparates.
En los ambientes internacionales se repite la conseja brasileña: “Nosotros los queremos asesorar, pero no hacen caso, van acabar con el país”. Por eso el ALBA muere de mengua y cada vez son más espaciadas las visitas de los mandatarios amigos al país. (Si acaso un toque técnico en Maiquetía, no vaya a ser que los asalten subiendo la autopista).
Mientras tanto, los jerarcas rojos se rodean de guardaespaldas, compran mansiones, adquieren costosas obras de arte, alquilan cocineros de prestigio, imitan la opulencia que decían combatir, en medio de una guachafita perenne, ostentosa y dilapidadora, que es la comidilla en las diversas embajadas con asiento en el país.
Por eso están solos y con la reputación en el suelo. Nadie quiere retratarse, salir abrazado con ellos; los más necesitados reciben sus cheques sin saber si tienen fondos y los más florecientes se preguntan por el destino de sus inversiones o el pago de sus préstamos.
No hay ninguno que se sienta cómodo.
Están perdidos y sin rumbo en el vecindario.
@jeanmaninat
Mucho pesar que así sea hoy nuestra Venezuela, presa de una ideología perversa.