Por: Jean Maninat
La calle, pronunciada con un cierto aire de complicidad se ha convertido, para algunos, en la contraseña que nos abriría las rejas para salir hacia una realidad desprovista de los sinsabores de toda clase que sellan la vida de los venezolanos en la actualidad.
El reino del tuiter está repleto de mensajes -unos más iracundos que amables los otros- de los cultores de “la calle” a no deshojar la margarita por más tiempo y salir de la comodidad de los hogares a salvar la patria y la democracia desde la intemperie urbana. Obviamente, las arengas son realizadas desde el calor del hogar, o en casos extremos desde una silla ergonómica de esas que destrozan columnas vertebrales y cuestan su diseño en oro.
Incluso, ya hay peritos en definir qué debemos entender por “la calle”. No es una definición topográfica, menos aún se refiere a esas líneas microscópicas que llevan un nombre y circulan por los mapas gratuitos que ofrecen los hoteles. ¡No señor! El concepto resume todas las formas de lucha que el hombre ha concebido para liberarse de los distintos oprobios políticos y de otra índole que lo han perseguido desde que tuviese la ocurrencia de fundar la polis.
Así, “la calle” significa: acompañar a los profesores y estudiantes en sus luchas, a los obreros en sus justas reivindicaciones, a los vecinos en sus presiones sobre las autoridades municipales, a los transportistas en sus requerimientos viales, a las minorías en su lucha por avanzar sus derechos. Es casi un Aleph desde el que se interactúa con toda rebeldía habida y por haber en el Universo.
Ah, pero consideremos El Cairo, o digamos… Brasilia: ¿por qué no siguen ese ejemplo los dirigentes de la oposición? Se interrogan con el entrecejo aplomado, que suele ser siempre fruncido. Olvidan el largo historial de marchas multitudinarias que han recorrido las arterias viales de este país para marcar los retrocesos y señalar los avances de quienes se oponen desde hace lustros al régimen y sus continuadores. Pero claro está, quieren ver desde sus pantallas planas los recorridos épicos donde unos chocan contra la violencia humana y otros cierran lo ojos para ignorarlo. Todavía se está pagando la factura del último encontronazo.
Allí está la trampa de los serruchos de oro, allí la falta de honestidad de la oposición de la oposición, saben bien lo que está en juego -son ya entraditos en años y duchos en equivocarse- pero persisten en darle una aureola sobrenatural a lo que es tan solo una válida herramienta de la política. Se protesta cuando la oportunidad lo permite y la realidad lo reclama. No cuando la impaciencia desata el voluntarismo, el voluntarismo la imaginación, la imaginación el delirio, y el delirio la torpeza de los hechos vacuos pero costosos.
El líder de la oposición democrática, Henrique Capriles, ha llamado a una protesta pacífica para este sábado -al redactar este comentario no sabemos sus características, su cómo y su dónde- entendemos se inscribe en el recorrido de respuestas políticas que ha venido estableciendo en conjunto con la MUD y que han logrado mantener el envión del ánimo opositor e irritar el sistema nervioso del alto régimen. De no ser así, el Gobierno estaría tranquilo, despreocupado, satisfecho de haber sobrevivido tres meses en la cuenta regresiva de su inseguro mandato.
La Asamblea Nacional (AN) viene de cometer, una vez más, un atropello reptante contra uno de sus miembros y por consecuencia contra quienes lo eligieron. Al mismo tiempo, cometen otro error político que les costará explicar frente a una opinión pública internacional cada vez más impaciente con los exabruptos de los jerarcas rojos.
El sábado debería ser un día de ejercicio democrático, libre, con la asistencia masiva de quienes luchan democráticamente día a día con tesón y guáramo sin los aspavientos de quienes ven en el esfuerzo colectivo de los opositores el reflejo negado de su mediocre vanidad.
La calle no es un fin en sí mismo, solo un instrumento más, entre los tantos que tiene a su mano la oposición democrática.
@jeanmaninat