Ética de la traición

Por: Carlos Raúl Hernández

En la literatura y en la vida, la traición produce arcadas por su degradación moral, por ser la máxima infamia en la escala humana, el comportamiento de mayor ignominia, incluso sobre la crueldad, porque la contiene pero con doblez, con argumentos melífluos que pretenden lavar la cara de su miseria. La historia enseña que el traidor se presta a cometer los peores ensañamientos para purgar sus pecados ante el nuevo bando. Por eso está bajo la suela del más insignificante de los nuevos “compañeros”, condenado a recibir insultos y deposiciones.

Quien enfrenta un lobo, sabe a qué atenerse. Pero terrible que a alguien lo asalte su propio perro. Es más higiénico lidiar con los adversarios originales, por brutales que sean. Los revolucionarios utilizan los recursos del poder de manera maquiavélica, sin límites morales ni jurídicos que rechazan, y con ellos hay a qué atenerse. Cultivan la matchpolítica, la política de fuerza porque es la ideología en la que se han formado: el poder es para mentir, atropellar, aplastar y confiscar vidas y propiedades. Son claramente prepolíticos.

El traidor en cambio abandona su bando, los amigos con los que compartió y lo ayudaron a obtener logros. Utiliza las confidencias, las debilidades que conoció en confianza, para dañar a los que le daban de comer. En la batalla de las Termópilas el ejército persa de 250 mil soldados derrota a los trescientos espartanos, porque Efi-altes delata al enemigo un atajo que permitiría atacar sus compañeros por la espalda. El general Leónidas no había aceptado a Efialtes en las filas, por sus insuperables limitaciones físicas. Dante ubica los traidores en la última ralea de los condenados, en los confines del infierno.

En los primeros círculos infernales están los que cometieron crímenes por incontinentes, en arranques pasionales, con poca o ninguna reflexión. En cambio para los traidores destina el Noveno Círculo, el más lejano de Dios, por la frialdad de sus actos enterrados desnudos en hielo. Allí están Satanás y Caín, que actuaron por vanidad y envidia. Y más allá de cualquier traición, en el último confín, el renegado por dinero, Judas. El que vende sus compañeros por treinta monedas está moralmente muerto.

Se requeriría Juan Nuño para que conciliara dos ideas aparentemente contradictorias de Kant. Una es que “se comprometía” a construir una república que funcionara, integrada “por demonios” (también por traidores), con tal que fueran lógicos, lo que origina siglos después la llamada “teoría de las expectativas racionales”. La conducta humana sería predecible, porque las decisiones buscan el bienestar propio. Kant pensaba que si convencía las criaturas infernales de los beneficios del Estado de Derecho, podrían convivir para perseguir sus intereses. Es lo que los marxistas llamaron, para mancharla, “ética del tendero”.

Esto resulta contradictorio con otra de sus ideas más poderosas, el “imperativo categórico”. El hombre es libre cuando se sobrepone a sus necesidades e intereses y actúa como si cada uno de sus actos fuera a convertirse en una ley para toda la humanidad, cuando es capaz de pasar hambre, sed o frío, o dar su vida por otro, y trasciende sus debilidades de naturaleza e intereses. La ética del héroe, del que no piensa en sí mismo a la hora de actuar.

Esa contradicción la resuelve Bertold Brecht en la obra Galileo Galilei. Cuando la inquisición lo arresta en su casa y el sabio se desdice de que la Tierra se movía alrededor del Sol, su discípulo Andrea le espeta irritado: “desgraciados los países que no tienen héroes”. El maestro le responde:”desgraciados los países que necesitan héroes“.

Kant no lo indica, o tendría Nuño que decir si lo hace o no, pero pragmáticamente en un mundo normal, reina la ética del tendero. Todos se dedican a buscar su felicidad en medio de una libertad opaca, sin heroísmo. Es la sociedad democrática, regentada por funcionarios habituales, parlamentarios, políticos, militares, empresarios, profesionales, en busca de una vida mejor, con lo que impulsan, sin premeditarlo, el bien de todos.

No son necesarios grandes actos de abnegación en Canadá, Holanda o Costa Rica. En cambio, en las sociedades amenazadas por déspotas, por enjambres furiosos de fanáticos, se impone la otra ética. Cada ciudadano se ve forzado a ser una especie de héroe, para que ese desgraciado país no caiga en el foso totalitario. Hasta votar se convierte en un reto al destino, al poder. Y en un rincón mohoso, húmedo, de esos donde hay cucarachas, reptan los traidores.

@carlosraulher

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